Sergio Marras desarrolla un interesante experimento narrativo, situado en el Chile de la década pasada. El experimento no se refiere al lenguaje ni a la estructura de la novela, que son ambos más bien convencionales, sino a la acción misma, y consiste en investigar los cambios de conducta operados en un grupo de sujetos —el primero de ellos, un opositor al régimen militar— bajo las condiciones de “modernidad acelerada” que se suponen propias del régimen. Dicho sea todo esto entre paréntesis, porque el experimento narrativo opera también con el propio régimen y sus instrumentos de manipulación ideológica, poniéndolos en tela de juicio. El “laboratorio” de esta ficción es una cárcel, cuyo encierro representa las coordenadas de un sistema cerrado de conductas humanas, en la tradición de ciertas novelas que transcurren íntegras dentro de un barco en alta mar (Conrad, London, etc.), o en una prisión, o simplemente a puertas cerradas (Sartre)...
El espacio vital de Las ganas locas es una cárcel donde hay sólo presos económicos, gente bien que está en tránsito mientras arregla sus problemas, aunque a ellos se agregan para el caso ciertos opositores dedicados a la conspiración política, “en general gente culta y razonable”, que bien pueden llegar a ser ministros de un gobierno futuro. El siguiente párrafo, escrito por uno de los protagonistas, expresa bien el tipo de rituales que revelan a los caracteres en esa situación límite de la existencia: “Al ser visitado delante de otros, la vida personal se abre al pudor público. La visita colectiva tiene algo de redención y de ofertorio, algo de rearticulación masiva de cada vida privada. La visitación multiplicada tiene algo de catarsis”.
El esquema narrativo es bastante simple y eficaz. El escenario presente es sólo y exclusivamente la cárcel, y su desarrollo cronológico abarca la cotidianidad carcelaria de un puñado de días. Entre los presos varios y sus respectivos vigilantes, acceden a la condición de personajes sólo cinco o seis sujetos, cuya vida anterior se nos hace presente a través de sucesivos flashbacks insertos en la acción inmediata con bastante propiedad. Ellos abarcan, de un modo amplio, hasta los recónditos móviles incoados en la infancia misma de los protagonistas. A lo largo de su convivencia forzosamente estrecha se revela lo que gusta y disgusta a cada uno de todos los demás, sus buenas y malas relaciones recíprocas. Al hilo de estas situaciones se esboza la previsible psicología del prisionero, su agresividad y sus desalientos, y también, infaltablemente, la extraña solidaridad que se engendra en esa comunidad forzosa.
El relato cotidiano de la cárcel, entretejido con los flashbacks del pasado, se lee bien y es ameno. Lo es tanto, que sólo nos damos cuenta de su amenidad cuando, por contraste, ésta súbitamente falta; por ejemplo, cuando el autor decide aburrirnos con un racconto más bien remoto y excesivo sobre los orígenes sardos del preso Morandi —el protagonista de esta novela—, sus ancestros, la emigración a América, etc.: un intermedio que pretende dar variedad al conjunto, pero que no convence, por su interés puramente marginal y por innecesario. Nos sentimos mejor —más interesados— de vuelta en la cárcel y en sus ritos: las competencias deportivas, los dramas de la higiene precaria, las conversaciones de ocasión, las visitas... En rigor, la principal acción presente, la que dinamiza el relato, es el espionaje que ejerce Porcile —al servicio del aparato de inteligencia del régimen— sobre Morandi, el presunto revolucionario que lo es cada vez menos.
La prosa de Marras es ágil, operativa, más bien descuidada, no exenta de elementales errores de sintaxis o de composición: la que muchos narradores escriben hoy, más atentos a darse a entender con un mínimo de eficacia que a trabajar un estilo o decantar un lenguaje. El fenómeno, por generacional, merece un mayor análisis que otro día le prestaré. Como suele ocurrir en estos casos, lo mejor son los diálogos: vivos, coloquiales, fuertes. En cuanto a lasdramatis personae, a medida que avanza la acción se impone, entre los personajes prisioneros o guardianes, el protagonismo creciente de Morandi, sin duda el más complejo de los caracteres de Las ganas locas: un subversivo muy personal, un teórico interesante, sin vocación de héroe, confundido entre la revolución y la claudicación, alguien que al parecer ya capituló ante el poder del nuevo establishment, pero que todavía se agarra literariamente a las lecturas de otro tiempo, un ser moldeado a la medida de sus propios opresores, que magnifican su alcance revolucionario.
El protagonismo del régimen militar pasado no está en el primer plano narrativo, pero como telón de fondo de la novela marca todos los destinos personales con un estigma indeleble, interfiriendo en forma imprevisible en lo más intimo de las vidas humanas, poniéndolo todo bajo sospecha, revolviendo las vicisitudes de un puñado de hombres más bien desvalidos en una prisión provisoria. No es ésta, sin embargo, una novela de denuncia explícita. Hasta la última página —sobre todo en las últimas páginas— conserva un carácter de experimento más bien frío y desapasionado.
En efecto, hacia el final de la novela hay un vuelco de proporciones, que afecta y modifica todo su curso precedente. Resulta que las relaciones recíprocas de Morandi y Porcile —hasta ahora el revolucionario y su espía— eran sólo experimentos psicopolíticos controlados por un organismo superior de seguridad, que investigaba sus comportamientos en situación de encierro con vistas a un mayor dominio y sutil manipulación de las personas en favor del régimen: un fino trabajo de psicología aplicada, que pone bajo una luz enteramente nueva la conducta de ambos a lo largo de la narración.
El lector siente que le cambian las reglas de juego de su lectura a última hora, de un modo no muy verosímil, con un efecto teatral excesivo y un toque de psicopolítica-ficción. El resultado no deja de ser interesante, pero parece un deus ex machina extraído en el último momento de la imaginación del autor. Dan ganas de releer la novela entera desde esa nueva perspectiva, pero como no son ganas locas, me abstengo de hacerlo. No estoy seguro del acierto del desenlace, pero tampoco de su desacierto. Tal vez era el único desenlace posible para cerrar con frialdad este interesante experimento carcelario.